Hoy en Memorias de Pez vamos a contar una triste historia, la historia de cómo el ser humano puede llegar a convertirse en el peor de los monstruos. Y es que hoy, en Memorias de Pez vamos a contaros cómo los movimientos totalitarios crecieron en Italia y en Alemania, amparados por dos despreciables dictadores, Mussolini y Hitler.
Para explicaros este tema, tenemos que entender la ola de nacionalismo y nuevos movimientos ideológicos que se dieron durante el siglo XIX, principalmente en Europa. Uno de estos nuevos movimientos ideológicos fue el comunismo. Eso sí, si bien el comunismo triunfó en el antiguo imperio ruso, en otros países la historia fue muy diferente. Es cierto que al final de la Primera Guerra Mundial el comunismo tenía muchos adeptos en diversos países como Reino Unido o la propia Francia. Pero en estos países también surgieron movimientos políticos de corte nacionalista que eran completamente contrarrevolucionarios. Este sentimiento se dio con mucha más fuerza en aquellos países que habían perdido la Primera Guerra Mundial y que estaban sufriendo la humillación del tratado de Versalles, como ocurrió en Austria y sobre todo en Alemania. Pero para hablar del auge de los totalitarismos, hay que irse a Italia.
Tras la Primera Guerra Mundial, los italianos se llevaron un buen chasco. A pesar de haber sufrido 2 millones de bajas en combate y alguna victoria importante que debilitó muchísimo al imperio austrohúngaro, en el reparto aliado a Italia apenas le tocó nada. El único territorio adquirido por Italia en la conferencia de París fue el Trentino. Por ello, el orgullo nacional italiano estaba por los suelos y además la guerra había hecho mella en la economía italiana. La Gran Guerra había dejado a miles de soldados italianos traumatizados, mutilados, inadaptados a su nueva vida o directamente sin trabajo.
A esto se le unió una clase obrera combativa que intentaba luchar por unas mejores condiciones de vida. Esta situación se trasladó a la burguesía y las clases pudientes en forma de una aterradora tensión, ya que se temía una revolución bolchevique en Italia semejante a la ocurrida en la Unión Soviética. Esta situación fue vista como una oportunidad por un hombre ultranacionalista, Benito Mussolini. Mussolini era un socialista desencantado que ponía el culto a su país por encima de todo. No rechazaba la violencia y creía en la fuerza como la manera más efectiva de imponer el orden.

Así, el tío se ganó el favor de la burguesía y de las clases altas del país, ya que le veían como la herramienta más efectiva para contener a los obreros más recalcitrantes. Tan solo un año después de acabar la Primera Guerra Mundial, Mussolini fundó los Fasci Italiani di Combattimento, una milicia encargada de emplear todo tipo de violencia contra sectores y dirigentes de la izquierda. En 1921, estos grupos crearon su propio partido político, el Partido Nacional Fascista, cuyo presidente líder no podía ser otro que Benito Mussolini. El Partido Nacional Fascista tenía sus propias milicias conocidas como las camisas negras, que actuaban con una violencia inusitada contra socialistas y comunistas. En agosto de 1922, envalentonados por unos buenos resultados electorales un año antes, los fascistas fueron capaces de boicotear una huelga general organizada por el Partido Socialista.

Este boicot convenció a muchos sectores de la patronal italiana para alinearse con el Partido Nacional Fascista. En octubre de 1922, Mussolini y más de 30,000 camisas negras llevaron a cabo la famosa marcha sobre Roma, tras la cual Mussolini tomó el poder convirtiéndose en primer ministro con el beneplácito del rey Víctor Manuel I, que según él no quiso intervenir para evitar una guerra civil en el país. En enero de 1925, Italia se convirtió de facto en una dictadura al asumir el propio Mussolini la responsabilidad de la violencia perpetrada por los camisas negras, que pasaron a integrarse en la policía italiana. Por otro lado, tras el fin de la Primera Guerra Mundial, Alemania estaba humillada y destrozada. Las duras condiciones provocadas por la posguerra y por las sanciones impuestas al país en el tratado de Versalles por parte de los países ganadores de la guerra estaban ahogando la economía alemana.
Un levantamiento socialista había forzado al Káiser a abdicar y Alemania se había convertido en una república conocida como la República de Weimar. La joven República de Weimar estaba obligada a pagar unas costosísimas reparaciones de guerra a los países vencedores. Para que os hagáis una idea, Alemania terminó de pagar estas reparaciones de guerra en 2010, ya con Angela Merkel como canciller del país. Por si esto fuera poco, Alemania se había pulido en el conflicto todo lo que tenía e incluso lo que no tenía, adquiriendo un montón de deuda tanto pública como privada. Ante esta situación, lo único que Alemania podía hacer era emitir más dinero con el que hacer frente a estas deudas, dando como resultado una hiperinflación que llevó al marco alemán a la ruina.
Los fajos de billetes se empleaban para avivar las chimeneas o para que jugasen los niños, ya que 4 trillones de marcos llegaron a valer tan solo céntimos. Además, a la precaria situación económica de la sociedad había que sumarle el orgullo nacional herido y pisoteado por el tratado de Versalles. Por ello, en la Alemania de la posguerra, multitud de personas de todas las ideologías políticas conspiraban para hacerse con el poder. Una de estas personas fue Adolf Hitler, un ultranacionalista que paradójicamente había huido a Múnich para no prestar el servicio militar en el Imperio Austrohúngaro. En abril de 1920, el Partido Obrero Alemán, en el cual Hitler había conseguido una enorme influencia, cambió su nombre a Partido Nacional Socialista Obrero Alemán y sus adeptos comenzaron a crecer.
Desde un principio, el partido tuvo un espejo en el que mirarse: el Partido Nacional Fascista italiano. A imagen y semejanza de sus camisas negras, el partido nazi comenzó a organizar una estructura paramilitar que se acabaría agrupando bajo el nombre de las tropas de asalto SA, por su acrónimo en alemán. A estos también se les conocía como las camisas pardas. Para verano de 1921, Hitler, apoyado en su condición de gran orador, era ya el líder del Partido Nacional Socialista Alemán. Hitler trató de llevar a cabo el Putsch de Múnich, una especie de rebelión, pero no le salió bien.

Tras un añito en la cárcel en la que se dedicó a escribir el Mein Kampf, optó por reorganizar el partido y reafirmar su liderazgo que había sido puesto en entredicho durante su estancia en prisión. Durante los años 20 se crearon las famosas SS que realizaban un juramento especial a Hitler y también las juventudes hitlerianas, que serían la organización juvenil del partido. También en esta época, más concretamente en 1925, Hitler conoció a Joseph Goebbels, que a la postre sería su ministro de propaganda y posiblemente su hombre más fiel. Por su parte, entre 1924 y 1925, la situación de Alemania mejoró. Alemania consiguió estabilizar su economía con una nueva divisa ligada al oro y gracias a que los aliados, con Estados Unidos a la cabeza, prestaron una gran ayuda a la maltrecha economía alemana gracias al Plan Dawes.
En cierto modo, que los aliados resurgiesen tímidamente de sus cenizas era una buena inversión. De hecho, los aliados también pusieron en marcha el Plan Young para facilitar a Alemania el pago de las reparaciones de guerra. Sin embargo, el crack del 29 estalló y los créditos aliados dejaron de llegar. Alemania estaba otra vez prácticamente al borde de la bancarrota. Fue entonces cuando Hitler y su partido lo vieron claro: esta era la oportunidad que necesitaban para ganar aún más adeptos entre los alemanes patriotas descontentos y hacerse de una vez por todas con el poder absoluto.
Y así sucedió. En 1933, la República de Weimar había sido desmantelada y comenzamos una nueva etapa para Alemania, el Tercer Reich. El Tercer Reich tiene sus orígenes en las elecciones de 1932, en las cuales el partido nazi cosechó unos grandes resultados, siendo el partido más votado con 13,745,680 votos. El problema es que esta victoria no era suficiente para que Hitler pudiera gobernar el país. Por este motivo, los miembros del partido nazi, entre los que se encontraban las SA y las SS, llevaron a cabo una gran ola de protestas e incidentes que obligaron al jefe del Estado alemán, Paul von Hindenburg, a colocar a Hitler en el puesto de canciller.
Tras esto, Hitler culpó a los comunistas de un gran incendio que se cebó con el Reichstag, el parlamento alemán, y que dio pie a una caza indiscriminada de comunistas por parte de los seguidores de la doctrina nazi. Poco antes, Hitler había convocado otras elecciones para legitimar su poder. En ellas consiguió una mayoría suficiente para gobernar como canciller el 30 de enero de 1933. La respuesta del Führer no se hizo esperar y casi automáticamente prohibió tanto la libertad de expresión como la libertad de reunión y prensa. Es entonces cuando Hitler proclamó oficialmente el Tercer Reich.

Apenas dos días más tarde también se aprueba la Ley Habilitante, una ley que le otorga un poder casi total. De esta forma, los planes de Hitler se van viendo cumplidos al comenzar a centrar todo el poder en su figura. El nuevo gobierno tenía una serie de importantes retos por delante. El más importante de estos era reavivar la economía alemana, algo que no iba a ser tarea fácil. Por un lado, Alemania diseñó un plan de infraestructuras públicas creando una importante red de carreteras, ferrocarriles, puertos y aeródromos.
Por otro lado, comenzó a reorganizar y rearmar a sus fuerzas armadas, creando una gran industria armamentística especializada en todo tipo de equipamiento bélico. Con Hitler en el poder, prácticamente todos los proyectos públicos e industriales estaban centrados en preparar al país para la futura Segunda Guerra Mundial. Entre el 30 de junio y el 2 de julio de 1934 tuvo lugar la llamada Noche de los Cuchillos Largos, en la que las SS y la Gestapo aniquilaron al sector del partido nazi menos leal a Hitler y a gran parte de los mandos de las SA. Finalmente, en agosto de 1934, Hitler asumió el último puesto de poder que le faltaba, el de presidente de la República, tras la muerte natural del presidente Hindenburg.
Para entonces, el partido ya había desplegado una de las mayores armas que tenía para hacerse con el poder en Alemania y con los corazones de sus ciudadanos: la propaganda. Al frente del aparato propagandístico del partido se situó el ya mencionado Joseph Goebbels. Por otro lado, el gran punto de inflexión en la lucha del gobierno nazi contra los judíos sucedió en septiembre de 1935. Fue entonces cuando, por completa unanimidad, se aprobaron las leyes de Núremberg, que despojaban de la nacionalidad alemana a los judíos y prohibían el matrimonio y las relaciones sexuales entre judíos y alemanes. A pesar de esto, la economía crecía en Alemania, haciendo algunas trampas.
Si queréis más información sobre esto, hay un vídeo en mi canal, Memorias de Tiburón. La personalidad del Führer era incuestionable y el mundo empezaba a mirar para otro lado porque no quería darse cuenta de lo que tenía delante. De hecho, Hitler fue nombrado hombre del año por la revista Time y, en verano de 1936, Alemania pasó una gran prueba de fuego de cara al exterior al organizar los Juegos Olímpicos de Berlín. Los juegos fueron un éxito y en ellos Alemania dio una imagen de extrema tolerancia, hasta el punto de que muchos extranjeros de raza negra declararon haberse sentido más respetados que en su propio país. Pero la realidad era muy distinta.

En noviembre de 1938 sucedió la llamada Noche de los Cristales Rotos, en la que miembros de las SS, de las SA y de las juventudes hitlerianas cometieron en Austria y Alemania una auténtica caza de judíos, en la que se confiscaron bienes, se arrasaron negocios e incluso se llevaron a cabo linchamientos públicos. Noventa y un judíos fueron asesinados y se detuvo a más de 30,000. Además, cerca de 1,000 sinagogas fueron quemadas, siendo Viena la ciudad más afectada por estos hechos. En 1939, Hitler estaba decidido a dar el siguiente paso en la expansión del Tercer Reich. Esta vez, el objetivo era borrar del mapa la mayor humillación del Tratado de Versalles: acabar con la presencia polaca en el corredor de Danzig, que partía el territorio alemán en dos.
Hitler, que ya sabía lo que era anexionarse otros territorios como Checoslovaquia o Austria, lanzó un último ultimátum a Polonia: Danzig o la guerra. La época de paz en el Tercer Reich llegaba a su fin. Atrás había quedado una década de años convulsos, en los que un país humillado y hundido en la crisis había recuperado su dignidad y conseguido una gran calidad de vida. Pero, ¿a qué precio?
