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Memorias de Pez » España arde: la crisis de los incendios

España arde: la crisis de los incendios

Por Paula Pérez Calvo
19 de agosto de 2025 a las 20:15
en Historia
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España arde: la crisis de los incendios

España se quema. Las llamas llevan ya demasiados días devorando varias zonas del país sin que los servicios de emergencia sean capaces de controlar los distintos fuegos que se ceban con comarcas enteras. Zamora, Ourense, León, El Bierzo, Asturias… Son muchos los territorios que están sufriendo la ira de unos incendios históricos. Las consecuencias de estos episodios quedarán grabadas en el paisaje durante muchos años. Y es que no es fácil asimilar lo que está ocurriendo.

Víctimas mortales, pueblos enteros calcinados e incluso Las Médulas, patrimonio de la UNESCO, han visto cómo su paisaje verde y naranja se ha tornado negro. No obstante, en este vídeo queremos ir a las causas del problema. ¿Por qué cada vez España sufre incendios más devastadores? ¿Quién tiene la culpa de todo esto? ¿Y qué se puede hacer? Sí, hablaremos de cómo se han descuidado los campos, del clima y de muchos factores más que han creado esta tormenta de fuego perfecta, pero no podemos minimizar el problema principal: en España la estadística es demoledora.

Según WWF, alrededor del 95% de los incendios tienen detrás una acción humana. Esto significa que casi nunca hablamos de un rayo perdido en mitad de una tormenta, sino de algo mucho más cotidiano. Descuidos, imprudencias o directamente intereses ocultos. Las negligencias son las más frecuentes: una barbacoa mal apagada, una quema agrícola sin control, maquinaria que suelta chispas en pleno monte o la típica colilla lanzada desde la ventanilla del coche. Pequeños gestos que en un paisaje reseco pueden convertirse en un desastre de miles de hectáreas calcinadas.

Luego está la parte más oscura: los incendios provocados. Y aquí el abanico de motivaciones es tan amplio como inquietante. Algunos responden a intereses económicos muy concretos: mafias madereras que compran barata la madera quemada, constructores que sueñan con recalificar terrenos o empresas de limpieza forestal que se benefician de contratos posteriores al desastre. En otras palabras, gente que ve en las cenizas un negocio. También existen fuegos por conflictos personales o sociales, desde disputas entre vecinos hasta venganzas contra ayuntamientos, diputaciones o comunidades autónomas. Incluso algunos trabajadores de la extinción de incendios que, al ser despedidos al acabar el verano, prenden fuego para garantizarse empleo futuro.

Por supuesto, también existe un nivel todavía más irracional: individuos que crean incendios por diversión o incluso pirómanos con patologías psicológicas que sienten una atracción enfermiza por las llamas. Lo más grave es que estos incendios provocados suelen elegirse con una especie de estrategia perversa. Se inician en días de máxima ola de calor, con viento fuerte y en lugares de difícil acceso. Es decir, el fuego no se enciende al azar, sino buscando que el daño sea irreparable.

No obstante, si lo único que existiese detrás de los incendios fuese la mano del hombre, España sería solo un país más. Sin embargo, se ha convertido en uno de los grandes focos europeos de incendios forestales. Cada verano, y cada vez más en primavera y otoño, arden en nuestro país más hectáreas que en la mayoría de países de la Unión Europea, rivalizando únicamente con Grecia y Portugal. Y no es casualidad: justo países que están en la misma latitud.

Uno de los principales problemas que tenemos en España a la hora de controlar nuestros incendios es nuestra geografía y nuestro clima. El país está en una de las regiones más cálidas y secas de Europa, la llamada cuenca mediterránea, que funciona como un auténtico polvorín natural cuando se combina calor extremo, sequedad del aire y vientos fuertes. El problema es que lo que antes era un riesgo concentrado en julio y agosto ahora se extiende por casi todo el año. Los incendios ya no esperan al verano.

Hemos visto fuegos devastadores en abril o incluso en octubre. El cambio climático actúa como un multiplicador brutal. La AEMET lleva años avisando: cada década España suma casi 10 días más de ola de calor. Esto significa veranos más largos, más intensos y con temperaturas récord que dejan la vegetación en estado de caída. A eso se suma una tendencia clara: menos lluvia en las zonas más secas, más sequías prolongadas y suelos cada vez más deshidratados.

En otras palabras, el país se está tropicalizando: temporadas más largas de calor, tormentas más bruscas y menos agua retenida en el suelo. En muchas zonas llueve poco y cuando lo hace muchas veces es en forma de tormenta torrencial. El agua se escurre rápido y no llega a hidratar el terreno. Además, la geografía física tampoco ayuda. España es un país montañoso, con cordilleras que dificultan la llegada de humedad desde el Atlántico y que generan microclimas muy extremos. Zonas como el sistema Ibérico o la meseta interior se convierten en hornos durante el verano.

La zona que se está quemando actualmente es aún más propicia para el fuego. Zonas afectadas como Ourense son regiones donde durante buena parte del año hay lluvias que hacen brotar una vegetación exuberante: robledales, encinas, matorrales densos. El paisaje se llena de vida y biomasa. El problema llega cuando el calendario avanza hacia el verano. Entonces entra en juego el otro rostro de la región: el clima continental, que seca el aire, sube las temperaturas y convierte toda esa vegetación en combustible.

Es la paradoja de zonas como El Bierzo o Zamora: lo que en primavera es verdor y densidad, en julio y agosto se transforma en combustible acumulado. A todo esto se suma la orografía. Hablamos de un territorio montañoso con laderas abruptas, gargantas estrechas y accesos difíciles. Un fuego en una ladera del Teleno o en los Montes Aquilianos no es igual que un fuego en la llanura manchega. En estas zonas el fuego se propaga cuesta arriba como una lengua imparable y los medios aéreos muchas veces tienen que suplir lo que en tierra es casi imposible.

En definitiva, la mezcla de negligencias y voluntad humana unidas al clima y la geografía forman un cóctel explosivo. Pero aún hay más. Y no, todavía no voy a hablar de los políticos, que sé que es lo que estáis esperando. Antes vamos a hablar de otro tema: si queremos entender por qué los incendios en España son cada vez más devastadores, hay que mirar mucho más allá de la llama. El fuego que vemos en televisión es solo el síntoma. La verdadera enfermedad está en cómo hemos gestionado, o mejor dicho, abandonado nuestro territorio durante décadas. El siguiente gran factor del que vamos a hablar es la despoblación rural.

Durante el último medio siglo, los pueblos se han ido vaciando y con ellos se está perdiendo algo esencial: la gestión cotidiana del monte. Antes había ganaderos que sacaban al rebaño a pastar, cortando de forma natural la hierba y los matorrales que hoy se acumulan como leña seca. También había campesinos que recogían leña, limpiaban caminos y mantenían cortafuegos vivos sin saberlo. Ese mundo se ha ido y con él desapareció el mantenimiento invisible del bosque. Ahora los montes están más llenos que nunca de vegetación secundaria, de maleza seca y de arbustos que, cuando llega el verano, esperan cualquier chispa para arder.

Por otro lado, en algunos lugares donde sí podría haber actividad rural, esta está muy limitada por la existencia de zonas protegidas en las que prácticamente no se puede hacer nada. A esto se suma el modelo forestal heredado. Durante buena parte del siglo XX, se repoblaron zonas enteras con especies de rápido crecimiento y valor económico como el pino o el eucalipto. Árboles rentables para la industria, pero muy peligrosos desde el punto de vista del fuego. El eucalipto, por ejemplo, contiene aceites esenciales altamente inflamables. Cuando arde, proyecta chispas a decenas de metros, propagando el incendio como si fueran proyectiles. El pino, por su parte, acumula resina y acículas secas que convierten el suelo en un auténtico tapiz de pólvora. En lugar de bosques diversos y resilientes, lo que tenemos hoy en muchos lugares son monocultivos inflamables.

Y ahora sí, vamos con el tema que todos estabais esperando: la estrategia política. Cuando hablamos de los incendios en España solemos pensar en las llamas, los aviones cisterna y las brigadas agotadas. Pero la raíz del problema de un incendio en verano suele estar en primavera o incluso en invierno. Durante décadas nos hemos acostumbrado a gestionar el fuego como si fuera una guerra que aparece de repente: esperar a que haya llamas y entonces desplegar toda la artillería. Pero, ¿por qué no se invierte en prevención? La prevención es aburrida: limpiar montes, pagar cuadrillas estables, mantener ganado para el pastoreo o abrir cortafuegos. Nada de eso sale en los telediarios. En cambio, los helicópteros descargando agua, la UME entrando en acción o los vecinos evacuados son imágenes impactantes que transmiten sensación de acción y liderazgo político.

Apagar luce más que prevenir y como los ciclos políticos son cortos, los gobiernos autonómicos y municipales priorizan otros gastos que pueden dar más votos en las próximas elecciones. Además, la prevención es difícil de medir. ¿Cómo demuestras que gracias a la limpieza de un monte no se ha producido un gran incendio? Es un éxito invisible. En cambio, apagar un fuego sí se puede contabilizar y mostrar como un logro. Por eso, cuando hay que recortar presupuestos, los de prevención son una de las primeras víctimas. Esto se ve claramente en la estabilidad de las cuadrillas forestales. Muchos trabajadores son contratados solo en temporada de verano, lo que significa que el resto del año el monte se abandona a su suerte. Por hacer un símil más cercano: es como si en sanidad gastáramos miles de millones en hospitales y doctores, pero casi nada en vacunas o revisiones médicas.

Hasta ahora hemos visto por qué los incendios son cada vez mayores y más numerosos, pero hablando de políticos hay otro tema que chirría especialmente y que aparece en cada catástrofe natural: las competencias. En España, la responsabilidad de la gestión forestal y de la lucha contra incendios está descentralizada en las comunidades autónomas. Esto significa que son ellas las que diseñan sus planes de prevención, contratan brigadas, deciden cuánto presupuesto destinan y cómo organizan los dispositivos de extinción. En teoría, esta descentralización tiene lógica, porque cada territorio conoce mejor sus montes, su clima y sus peculiaridades. Pero en la práctica se traduce en 17 modelos diferentes, cada uno con sus prioridades, niveles de inversión y calendarios políticos que cambian cada cuatro años. El resultado es un mosaico desigual: hay zonas donde se trabaja durante meses en limpiar montes y zonas donde apenas se actúa hasta que las llamas aparecen.

Los ayuntamientos también tienen un papel en este tablero. Son responsables de la ordenación del territorio y del urbanismo, y deberían garantizar cortafuegos alrededor de los pueblos, planes de autoprotección y regulación de quemas agrícolas. Pero la mayoría de los municipios rurales están despoblados y cuentan con muy pocos recursos. A veces ni siquiera disponen de personal técnico suficiente para cumplir con estas obligaciones. Eso provoca que muchas de esas competencias queden en el papel, pero no en la práctica. Finalmente, está el Estado central, cuyo papel no es el de gestor ordinario, sino más bien el de bombero de emergencia. La Unidad Militar de Emergencias (UME) y los medios aéreos del Ministerio de Transición Ecológica intervienen en los grandes incendios cuando la magnitud supera la capacidad de las comunidades autónomas y estas piden ayuda. En la práctica, son la última línea de defensa. El gobierno puede declarar el nivel tres de emergencia y asumir el control si la situación se desborda, pero es raro que quiera asumir ese coste político.

El gran problema es que el fuego no entiende de fronteras administrativas. Un incendio puede nacer en León y saltar a Galicia, o empezar en Zamora y extenderse a Portugal. Cuando eso ocurre, la coordinación se complica, cambian los responsables, se duplican órdenes y los tiempos de respuesta se retrasan en un momento en el que cada minuto es oro. Sobre el papel existen planes de coordinación estatal y autonómica, pero en la práctica se notan las costuras políticas. El fuego se mueve como un fenómeno físico, pero nosotros lo tratamos como un fenómeno burocrático. Y en medio de todo esto surge otro problema: las culpas. Los ayuntamientos, sobre todo en la España rural, suelen decir que carecen de medios para cumplir con lo que la ley les exige. Señalan a las comunidades autónomas por no apoyarles lo suficiente ni darles financiación estable. Muchos alcaldes denuncian que se les pide controlar el monte cuando apenas tienen presupuesto para mantener la carretera del pueblo.

Las comunidades autónomas, por su parte, cargan con la mayor parte de la responsabilidad en la gestión forestal, pero cuando la situación se desmadra suelen culpar al Estado de no enviar refuerzos a tiempo o de no disponer de medios suficientes para apoyarles en incendios de gran magnitud. También señalan a los ayuntamientos por no vigilar las prácticas agrícolas o por permitir construcciones sin franjas de seguridad en zonas forestales. El Estado, mientras tanto, se defiende diciendo que la competencia es autonómica y que ellos solo actúan como refuerzo en emergencias graves. Suelen poner en valor la labor de la UME y de los aviones cisterna, que llegan cuando el incendio ya está fuera de control. Pero cuando hay víctimas mortales o imágenes devastadoras, el gobierno central no se libra de las críticas, ya que la oposición aprovecha para acusarlo de falta de previsión, escasa coordinación o dejación de funciones.

Este juego de acusaciones es tan previsible como el propio verano. Si arde un monte en Zamora, la Junta de Castilla y León puede culpar al gobierno central de tardar en mandar a la UME. El gobierno responderá recordando que la competencia es autonómica, y mientras tanto los alcaldes de la zona lamentarán que ni unos ni otros les ayudan a limpiar los montes en invierno. Todos tienen parte de razón, pero el resultado es que nadie asume toda la responsabilidad. El fuego, mientras tanto, avanza y cada verano se repite la misma escena: brigadistas jugándose la vida, vecinos desesperados y políticos en los medios de comunicación señalándose con el dedo. Es el reflejo de un sistema que, más que coordinado, parece diseñado para que siempre haya alguien a quien echarle la culpa.

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