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Historia del Imperio Bizantino

Por Paula Pérez Calvo
30 de junio de 2025 a las 11:15
en Historia
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Historia del Imperio Bizantino

Hoy os vamos a contar la historia del Imperio Bizantino. Es normal que os preguntéis qué imperio es este o que estéis un poco perdidos. Incluso, cuando uno escucha “Imperio Bizantino”, puede parecer que estamos hablando de algo completamente distinto al Imperio romano. Pero en realidad, el Imperio Bizantino no fue otra cosa que la parte oriental del Imperio Romano que logró sobrevivir durante casi mil años después de la caída de Roma.

El origen

Todo comenzó a finales del siglo III, cuando el Imperio romano estaba al borde del colapso. En el año 285, el emperador Diocleciano decidió dividir el gobierno del Imperio en dos mitades, una occidental y otra oriental, para poder gestionarlo mejor frente a las constantes amenazas internas y externas. Implantó un sistema conocido como la tetrarquía, que consistía en que cada mitad del Imperio tendría un “Augusto”, que era un emperador principal, y un “César”, que equivalía a su ayudante y heredero. En teoría, esto permitiría gobernar más eficientemente. En la práctica, no tardaron en surgir disputas entre los distintos emperadores.

De ese caos emergió una nueva figura clave. Constantino, un general ambicioso que logró imponerse sobre sus rivales y reunificar el Imperio bajo su autoridad. Fue un hombre importantísimo, no solo por sus victorias militares, sino también por legalizar el cristianismo y comenzar una nueva etapa para Roma. Poco después, en el año 330, fundó una nueva capital sobre la antigua ciudad griega de Bizancio y le dio su nombre, Constantinopla. Una ciudad estratégicamente situada entre Europa y Asia, siendo un punto clave para el comercio y la defensa. Será, desde este lugar, donde más adelante nacerá el Imperio bizantino. 

Con el tiempo, esa división de la que os hemos hablado se volvió definitiva. En el año 395, tras la muerte del emperador Teodosio I, el Imperio romano quedó oficialmente dividido en dos: el Imperio romano de Occidente, con capital en Milán y después en Rávena, y el Imperio romano de Oriente, con capital en Constantinopla. A partir de ahí, ambas mitades siguieron caminos muy distintos. El Imperio romano de Occidente no duraría mucho más. Colapsó en el año 476, cuando el último emperador fue depuesto por los pueblos germánicos. Pero el Imperio romano de Oriente sobrevivió. Es a este Imperio al que hoy conocemos como Imperio Bizantino. Curiosamente, ellos nunca se llamaron a sí mismos “bizantinos”. Se veían a sí mismos como romanos, “Rhomaioi” en griego, herederos legítimos de la antigua Roma. El término “bizantino” fue inventado por historiadores siglos después, para diferenciar esta versión más helenizada, cristiana y orientalizada del viejo imperio romano de las togas y los senadores.

El Imperio Bizantino

En su origen, el Imperio Bizantino abarcaba los territorios más ricos y urbanizados del antiguo Imperio romano. Esto incluía los Balcanes, Grecia, Asia Menor (la actual Turquía), el Levante mediterráneo (Siria, Palestina), Egipto y algunas partes del norte de África. Su corazón siempre fue Constantinopla, una ciudad inmensa, fortificada y cosmopolita, que se convertiría en una de las grandes capitales del mundo medieval.

Pero volvamos a la historia. Durante los siglos VI y VII, el Imperio bizantino alcanzó su época dorada, su máximo esplendor, especialmente bajo el reinado de uno de sus emperadores más importantes, Justiniano I, que gobernó entre el 527 y el 565 d.C. Justiniano tenía un sueño muy claro: reconstruir la gloria del viejo Imperio romano, recuperar los territorios perdidos en Occidente y unificarlos bajo una sola fe, una sola ley y un solo emperador. Bajo su mando, los ejércitos bizantinos lograron reconquistar parte del norte de África, Italia y el sur de Hispania. Por un momento, pareció que el Imperio romano volvía a ser uno solo. Pero mantener esos territorios resultó muy difícil. Las guerras eran costosas, los recursos limitados y los enemigos… muchos. Aun así, la época de Justiniano fue un período brillante, no solo por las conquistas. El emperador emprendió una ambiciosa reforma legal que culminó con la creación del Corpus Iuris Civilis, una recopilación del derecho romano que tendría una enorme influencia en toda Europa siglos después. También fue una época de gran esplendor cultural y arquitectónico, y prueba de ello es la construcción de la impresionante basílica de Santa Sofía, en Constantinopla.

Pero como todo imperio, el Bizantino no estuvo exento de crisis. En los siglos VII y VIII, el origen y avance del islam cambió por completo el mapa del Mediterráneo. En muy poco tiempo, los árabes conquistaron Siria, Palestina, Egipto y el norte de África, arrebatando al Imperio algunas de sus regiones más ricas y estratégicas. Fue un golpe durísimo. Bizancio perdió gran parte de su territorio y tuvo que transformarse para sobrevivir. En esta etapa, el Imperio se volvió…digamos más griego y más cristiano. El latín dejó de usarse como lengua oficial y se sustituyó por el griego. Y aunque seguían considerándose romanos, la identidad bizantina se fue alejando de la herencia latina y occidental, abrazando una cultura propia, muy influida por la tradición helenística y la fe ortodoxa.

Durante el siglo IX y buena parte del X, el Imperio logró estabilizarse y vivir una especie de renacimiento. Se fortaleció internamente, reorganizó su administración y logró contener a muchos de sus enemigos. Constantinopla volvió a brillar como un faro cultural, económico y religioso en medio de un mundo inestable. Desde allí se expandía el cristianismo ortodoxo, y la ciudad se convirtió en centro de peregrinación, aprendizaje y diplomacia.

El cristianismo ortodoxo

Vamos a hacer un pequeño parón en la historia para entender una de las claves del mundo bizantino. El cristianismo ortodoxo, una forma de cristianismo que se consolidó en el Imperio bizantino, y que aún hoy sigue viva en muchos países del este de Europa, como Grecia, Rusia, Serbia o Bulgaria.

Durante siglos, la Iglesia cristiana había estado unida, al menos oficialmente, bajo la autoridad del papa en Roma. Pero en la práctica, las diferencias entre el cristianismo occidental y el oriental eran cada vez más evidentes. No solo hablaban idiomas distintos, sino que tenían costumbres diferentes, formas distintas de organizar la Iglesia, y, sobre todo, desacuerdos teológicos de fondo.

Por ejemplo, en Occidente el Papa era considerado la máxima autoridad espiritual, mientras que en Oriente no existía una figura equivalente. Allí, la Iglesia estaba dirigida por varios patriarcas, siendo el de Constantinopla el más importante, y el emperador bizantino también tenía un papel clave en los asuntos religiosos. Era una estructura más descentralizada, y más cercana al poder político.

Además, había disputas teológicas que no eran menores. Una de las más famosas fue el llamado Filioque, una pequeña frase que la Iglesia de Roma añadió al Credo sin consultar con Oriente. Según esta versión, el Espíritu Santo procede «del Padre y del Hijo», mientras que los cristianos orientales sostenían que procede sólo del Padre. Puede parecer algo insignificante, pero en realidad refleja formas distintas de entender a Dios, la Trinidad y la autoridad de la Iglesia.

Todas estas tensiones culminaron en el año 1054, cuando tuvo lugar el llamado Cisma de Oriente. El papa de Roma y el patriarca de Constantinopla se excomulgaron mutuamente, sellando la ruptura definitiva entre la Iglesia católica romana y la Iglesia ortodoxa oriental. Desde entonces, el cristianismo ortodoxo se desarrolló de forma independiente, con su propia jerarquía, sus propios ritos, sus tradiciones y su teología. Aunque compartían raíces comunes, ya no eran parte de una misma Iglesia.

Este cisma no solo tuvo consecuencias religiosas, sino también políticas y culturales. Reflejó el distanciamiento creciente entre Oriente y Occidente, entre Bizancio y el mundo latino, entre Constantinopla y Roma. Un distanciamiento que, con el tiempo, tendría consecuencias fatales para el Imperio bizantino.

Una nueva amenaza acecha el Imperio: los turcos selyúcidas

Volvemos ahora a la historia del Imperio bizantino. Mientras en el plano religioso ya se había consumado la ruptura con Roma tras el Cisma de 1054, en el plano político y militar el imperio seguía enfrentando desafíos cada vez más graves. Y, paradójicamente, algunos de los mayores problemas llegarían disfrazados de ayuda.

A finales del siglo XI, el emperador bizantino Alejo I Comneno pidió auxilio a Occidente para hacer frente a una nueva amenaza: los turcos selyúcidas. Un pueblo musulmán que había arrebatado a Bizancio buena parte de Asia Menor, su territorio más rico y poblado. El emperador no esperaba una respuesta tan masiva, pero en 1095, el Papa Urbano II lanzó un llamado que cambiaría la historia… la Primera Cruzada.

Miles de caballeros y soldados europeos se dirigieron hacia Tierra Santa para reconquistar Jerusalén, pero muchos pasaron antes por Constantinopla, prometiendo colaborar con el Imperio bizantino. En un principio, esta alianza funcionó más o menos bien. Se recuperaron algunas ciudades, y los bizantinos lograron estabilizar su frontera oriental durante un tiempo. Sin embargo, las relaciones entre cruzados y bizantinos nunca fueron del todo buenas. Desconfiaban mutuamente, hablaban idiomas diferentes, tenían costumbres distintas y sus objetivos no siempre coincidían. La tensión fue en aumento, y todo estalló con la Cuarta Cruzada.

En lugar de dirigirse a Tierra Santa, los cruzados acabaron atacando la mismísima ciudad de Constantinopla. La conquistaron, la saquearon durante días y la dejaron sumida en el caos. Fue un golpe devastador. El Imperio bizantino dejó de existir durante más de medio siglo, sustituido por un improvisado ‘Imperio Latino’ creado por los cruzados tras el saqueo de Constantinopla en 1204. Sin embargo, los bizantinos no se esfumaron, sino que se reagruparon en tres estados sucesores, Nicea, Epiro y Trebisonda, desde donde mantuvieron viva la cultura imperial hasta lograr recuperar Constantinopla en 1261. Pero el Imperio Bizantino ya no era ni la sombra de lo que había sido. Su territorio se reducía a la capital y unos pocos enclaves dispersos en los Balcanes y en Asia Menor. La ciudad seguía siendo majestuosa, pero estaba gravemente deteriorada. Sus murallas aún imponían respeto, pero las arcas estaban vacías, y el esplendor cultural y político de antaño ya no bastaba para sostener un imperio.

Además, un nuevo poder crecía imparable en el este. El Imperio Otomano. A lo largo de los siglos XIV y XV, los otomanos fueron arrinconando a los bizantinos, conquistando ciudad tras ciudad. Para entonces, los emperadores bizantinos apenas gobernaban más allá de las murallas de Constantinopla, y sobrevivían gracias a complejos juegos diplomáticos, alianzas inestables y la esperanza de recibir ayuda de Occidente… ayuda que nunca llegaba del todo.

El final del Imperio Bizantino

Y entonces, llegamos al año 1453. El sultán otomano Mehmet II, joven y ambicioso, reunió un enorme ejército y rodeó Constantinopla. La ciudad, en ese momento, contaba con apenas unos 7.000 defensores, entre bizantinos y voluntarios europeos. Frente a ellos, los otomanos sumaban entre 60.000 y 100.000 soldados, además de algo que marcaría la diferencia. Cañones de gran calibre, capaces de perforar las legendarias murallas de la ciudad. El sitio duró casi dos meses. A pesar de la heroica defensa liderada por el último emperador, Constantino XI Paleólogo, el 29 de mayo de 1453 los otomanos lograron entrar en la ciudad. Constantinopla cayó tras mil años de historia. El emperador murió luchando, y con él desapareció definitivamente el Imperio Bizantino.

Caída de Constantinopla

Mehmet II, al conquistar la ciudad, la transformó en la nueva capital de su imperio: Estambul. A partir de entonces, comenzó una nueva era, pero el legado bizantino no desapareció del todo. La herencia de Bizancio se extendió por siglos en el arte, el derecho, la religión y la cultura. Su influencia sobrevivió en el mundo ortodoxo, especialmente en Rusia, que comenzó a verse a sí misma como la heredera espiritual del imperio, la llamada «Tercera Roma». Y, por supuesto, en Europa occidental, el pensamiento bizantino también dejó una profunda huella, a través de su arte, filosofía y sus manuscritos.

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