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Memorias de Pez » La HISTORIA de EUROPA

La HISTORIA de EUROPA

Por Paula Pérez Calvo
1 de julio de 2025 a las 20:06
en Historia
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La HISTORIA de EUROPA

Hoy hablamos sobre el continente que ha sido cuna de grandes civilizaciones, escenario de algunas de las mayores batallas de la historia y origen de ideas que cambiaron el mundo. Un territorio donde cada siglo ha sido una nueva página en un libro que aún se sigue escribiendo.

Hace más de un millón de años, los primeros grupos de homínidos comenzaron a asentarse en lo que hoy conocemos como Europa. Eran nómadas, cazadores y recolectores. Vamos que siempre estaban en movimiento en busca de alimento y refugio. Entre ellos, el Homo Antecessor, cuyos restos en Atapuerca, España, son de los más antiguos encontrados en el continente. No fueron los únicos, también aparecieron en escena hace 1.8 m.a. el Homo Erectus y, después, el homo Heidelbergensis. Con el paso del tiempo, Europa se convirtió en el hogar de los neandertales. Pero, el gran giro llegó hace unos 46.000 años, cuando otro tipo de homo llegó desde África: sí, nosotros. Nos extendimos por todo el continente y dejamos nuestra huella en cada rincón de Europa. Por ejemplo en forma de arte rupestre en lugares como las cuevas de Lascaux y Altamira, donde pintaban bisontes, ciervos y otras escenas de caza. Hace unos 10.000 años, empezaron a aparecer en los Balcanes y la región mediterránea los primeros poblados, donde cultivaban trigo, cebada y lentejas. También se empezaron a construir viviendas, e incluso estructuras monumentales relacionadas con rituales religiosos o funerarios, como los megalitos de Europa occidental, entre ellos Stonehenge en Inglaterra y los dólmenes del sur de Francia y España. Con el conocimiento y desarrollo de los metales, desde el cobre y el bronce hasta el hierro, los primeros pobladores europeos aprendieron a fabricar herramientas y armas más resistentes, y esto llevó a algunos poblados a  crecer hasta convertirse en auténticos centros de poder.

En la región del mar Egeo, los minoicos fueron una de las primeras culturas más avanzadas de Europa. Se establecieron en la isla de Creta, donde desarrollaron un próspero comercio marítimo y construyeron palacios impresionantes, como el de Cnosos, alrededor del 2000 a.C. Su cultura influyó en la civilización micénica, que prosperó en el sur de Grecia y estaba organizada en reinos independientes. Los micénicos se hicieron famosos por su fortaleza en Micenas y por la legendaria Guerra de Troya, inmortalizada en la Ilíada de Homero. Pero si hay una civilización que dejó una huella imborrable en Europa, esa fue la Grecia Clásica. 

Durante los siglos V y IV a.C., florecieron las polis, o ciudades-estado en castellano, como Atenas y Esparta, cada una con un modelo político y social diferente. Atenas es recordada como la cuna de la democracia, mientras que Esparta era una sociedad militarizada, centrada en la disciplina y el combate. Fue una época de grandes filósofos, y de avances en las artes, la literatura y las ciencias. El poderío griego alcanzó su punto máximo con Alejandro Magno, quien en el siglo IV a.C. creó un imperio gigantesco que se extendía desde Grecia hasta la India. Y, aunque su muerte supuso la fragmentación de su imperio, su legado dio origen al Helenismo, una etapa en la que la cultura griega se mezcló con las tradiciones de Oriente.

Mientras Grecia brillaba con su esplendor cultural, en el centro de Italia una nueva potencia empezaba a emerger: Roma. Fundada, según la leyenda, en el 753 a.C., Roma pasó de ser un pequeño pueblo a una de las civilizaciones más poderosas de la historia. Primero fue una república, gobernada por senadores y cónsules, pero con la llegada de figuras como Julio César, el sistema colapsó y se convirtió en un imperio bajo el mando de Augusto en el 27 a.C. Durante siglos, el Imperio Romano dominó el Mediterráneo y gran parte de Europa, y parte de su legado sigue hoy en día con nosotros: carreteras, acueductos y ciudades, y también su cultura, su derecho y su idioma, del cual derivan lenguas como el español, el francés y el italiano. Sin embargo, en el siglo III, Roma comenzó a debilitarse debido a crisis políticas, económicas y militares. Para intentar mantener el control, el emperador Teodosio dividió el Imperio en dos en el 395 d.C.: Occidente y Oriente. Aun así, la corrupción, las luchas de poder y la presión de los pueblos bárbaros aceleraron la caída de la parte occidental, que en el 476 d.C. llegó a su fin cuando el último emperador, Rómulo Augústulo, fue depuesto por los hérulos. Mientras tanto, en Oriente, el Imperio Bizantino continuó existiendo durante casi mil años más.

Diversos pueblos, como los visigodos, francos, anglosajones y lombardos, ocuparon los antiguos territorios romanos y establecieron sus propios reinos. Entre ellos, los francos se asentaron en el centro de Europa bajo el liderazgo de Carlomagno, quien fue coronado emperador en el año 800. Su imperio, conocido como el Imperio Carolingio, buscó revivir la grandeza de Roma y sentó las bases de la futura Europa. Pero el orden impuesto por Carlomagno no duró mucho.

Tras su muerte, su imperio se fragmentó y Europa quedó dividida nuevamente. En el oeste, se consolidó el Reino de Francia, mientras que en el este surgiría el Sacro Imperio Romano Germánico. Mientras tanto, desde el siglo VIII, los vikingos comenzaron a expandirse desde Escandinavia, navegando por los mares y ríos de Europa en busca de comercio, saqueo y nuevas tierras. Atacaron monasterios en las islas británicas, saquearon ciudades en Francia y llegaron incluso a establecer asentamientos en Normandía, Islandia, Groenlandia, y hay evidencias de que incluso llegaron a América del Norte. En las islas británicas, los anglosajones dominaban Inglaterra hasta la llegada de los normandos en 1066, con la conquista de Guillermo el Conquistador.

En la península ibérica, los musulmanes iniciaron la conquista en el 711 y, tras una rápida expansión, establecieron un dominio que con el tiempo se conocería como Al-Ándalus. En el siglo VIII, el territorio se consolidó como un emirato dependiente del Califato Omeya, y más tarde, en 929, Abderramán III lo convirtió en califato independiente. Mientras tanto, los reinos cristianos del norte, como León, Castilla y Aragón, comenzaron la lucha por recuperar el territorio, un proceso que duraría siglos.

Fue entonces cuando se afianzó el feudalismo, un sistema en el que la sociedad estaba organizada en torno a la tierra. Los reyes y nobles poseían territorios y, a cambio de protección, otorgaban tierras a los vasallos, quienes debían servirles militarmente. En la base de la sociedad estaban los campesinos, que trabajaban la tierra a cambio de seguridad. Mientras tanto, la Iglesia Católica se convirtió en la institución más poderosa de la época. Con el papado como máxima autoridad espiritual, la religión influía en todos los aspectos de la vida. Monasterios y catedrales surgieron por toda Europa, y los monjes se encargaron de preservar el conocimiento antiguo en sus manuscritos. En este contexto, se produjo un gran choque cultural con el mundo islámico.

Sí, ahora toca hablar de las Cruzadas. Entre los siglos XI y XIII, ejércitos cristianos partieron hacia Tierra Santa con el objetivo de recuperar Jerusalén del dominio musulmán. Hubo hasta nueve cruzadas y, aunque la Primera Cruzada logró tomar Jerusalén y establecer varios reinos cristianos en la región, la mayoría de las expediciones posteriores fracasaron, y en 1291 los musulmanes retomaron la ciudad por completo.

En el siglo XIV tuvo lugar una guerra larguísima. La Guerra de los Cien Años. Pero, lo importante es que enfrentó a Inglaterra y a Francia por una disputa dinástica tras la muerte del rey Carlos IV de Francia. Los reyes ingleses, que controlaban territorios en el suroeste de Francia, reclamaron el trono francés. Se sucedieron las victorias y las derrotas, pero no fue hasta que apareció en escena Juana de Arco, que hubo un giro radical en la guerra. Aumentó tanto la moral francesa que, aunque no fue la razón principal, Francia logró la victoria en 1453.

Durante la última etapa de la Edad Media, las ciudades comenzaron a ganar protagonismo. El comercio revivió y surgió una nueva clase social: la burguesía, formada por comerciantes y artesanos. Ciudades como Venecia, Génova y Brujas se convirtieron en importantes centros comerciales, facilitando el intercambio de bienes entre Europa y otras regiones. Pero cuando parecía que Europa se encaminaba hacia una nueva etapa de crecimiento, el siglo XIV trajo una de las mayores crisis de la historia: la Peste Negra. Esta epidemia, que se propagó rápidamente por el continente, mató a millones de personas y provocó un colapso social y económico.

Pero, ya se notaban los cambios. Los viejos castillos feudales daban paso a prósperas ciudades comerciales, los monarcas reforzaban su autoridad y los avances tecnológicos empezaban a transformar la vida cotidiana. Europa se preparaba para una revolución cultural e intelectual sin precedentes, un renacer del conocimiento inspirado en el esplendor de la Antigüedad clásica. Sí, así comenzaba la Edad Moderna: con el movimiento cultural del Renacimiento, con artistas como Leonardo da Vinci, Miguel Ángel y Rafael, con pensadores como Erasmo de Rotterdam y Maquiavelo, o la invención de la imprenta por Gutenberg. Por otro lado, hubo una crisis religiosa dentro de la iglesia con la Reforma Protestante.

En 1517, Martín Lutero desafió la autoridad de la Iglesia Católica al denunciar la venta de indulgencias y otras prácticas corruptas. Su mensaje se expandió rápidamente, dividiendo a Europa en países católicos y protestantes. Pronto surgieron otras corrientes, como el calvinismo y el anglicanismo, mientras que la Iglesia respondió con la Contrarreforma, que no era más que un esfuerzo por frenar la expansión protestante y reafirmar su poder.

En medio de estos cambios, los monarcas europeos consolidaron su autoridad, dando lugar al absolutismo, un sistema en el que el rey tenía un poder casi ilimitado. Luis XIV de Francia, conocido como el «Rey Sol», fue el máximo exponente de este modelo, gobernando con una autoridad total y promoviendo el esplendor de la monarquía en su palacio de Versalles.

Al mismo tiempo, Europa expandió sus fronteras a niveles nunca antes vistos. Los viajes de exploración llevaron a navegantes como Cristóbal Colón, Vasco de Gama y Fernando de Magallanes a descubrir nuevas rutas comerciales y territorios en América, África y Asia. Esto dio inicio a la era de los imperios coloniales, en la que el imperio español y el imperio portugués dominaron vastos territorios, seguidos más tarde por Inglaterra, Francia y los Países Bajos. En el siglo XVI el Imperio Español se convirtió en la gran potencia a batir e incluso fue capaz de detener al Imperio Otomano que hasta entonces había avanzado sin oposición. Los tercios se    hicieron los dueños y señores de los campos de batalla europeos sosteniendo sobre sus picas la presencia española en Flandes e Italia.

Y en el contexto de estos conflictos religiosos y políticos, se desató uno de los episodios más devastadores para Europa, especialmente en el Sacro Imperio Romano Germánico. Sí, hablamos de la Guerra de los 30 Años. Todo comenzó en 1618 como una disputa religiosa entre católicos y protestantes en el Sacro Imperio, pero pronto se transformó en una lucha por el poder político. La intervención de potencias extranjeras como Francia, Suecia o España solo aumentó la devastación de Europa y el número de muertes. Al fin, la guerra terminó con la Paz de Westfalia. ¿Lo más importante? Disminuyó la influencia del Papa en los asuntos políticos, ya que el acuerdo dio más poder a los monarcas y menos a la Iglesia. Esta guerra fue el gran punto de inflexión que supuso el principio del declive del Imperio Español. Un Imperio que cambió de familia real tras la Guerra de Sucesión, en la que los borbones vencieron a los austrias y la cual supuso una especie de guerra mundial de la época.

Las nuevas ideas y formas de pensar, conocidas como la ilustración propiciaron el estallido de la Revolución Francesa en 1789, que marcó el fin del Antiguo Régimen. Inspirados por los ideales de la libertad, igualdad y fraternidad, los revolucionarios derrocaron la monarquía absoluta y proclamaron la República.  En medio de esta inestabilidad, surgió una figura que cambiaría el destino de Europa: Napoleón Bonaparte. Con una mezcla de habilidad militar y ambición política, se convirtió en emperador en 1804 y extendió la influencia francesa por gran parte del continente. A través de conquistas, alianzas y la imposición de gobiernos afines, estableció un vasto sistema de control en Europa. Sin embargo, su ansia de conquista llevó a Europa a una guerra constante. Tras su derrota en Waterloo en 1815, las potencias europeas restauraron las monarquías y buscaron estabilidad en el Congreso de Viena, pero las ideas revolucionarias ya habían echado raíces. Y así, el siglo XIX estuvo marcado por el avance del nacionalismo y el liberalismo. 

En distintos países, los pueblos exigieron mayor participación política y derechos individuales, lo que llevó a una serie de  revoluciones en 1830 y 1848 en Francia, Bélgica, Italia… Poco después, la Revolución Industrial llegó con fuerza y transformó radicalmente la economía y la sociedad. Comenzando en Gran Bretaña en el siglo XVIII y extendiéndose al resto de Europa en el XIX, la industrialización trajo avances tecnológicos, nuevas fábricas y un crecimiento masivo de las ciudades. Sin embargo, también provocó una dura explotación laboral y el crecimiento de una clase obrera que, con el tiempo, exigiría mejores condiciones de vida.

No nos olvidemos tampoco. En Italia, figuras como Giuseppe Garibaldi y Camillo di Cavour lideraron la lucha para unir los diferentes estados italianos bajo un solo reino, culminando en la proclamación del Reino de Italia en 1861. Al mismo tiempo, en Alemania, Otto von Bismarck, primer ministro de Prusia, llevó a cabo una serie de maniobras políticas y militares que llevaron a la unificación de los diversos estados alemanes bajo el liderazgo de Prusia, formalizando el Imperio Alemán en 1871.

A finales del siglo XIX y principios del XX, Europa vivió un periodo de expansión imperialista. Las potencias europeas se lanzaron a la conquista de territorios en África y Asia, compitiendo por los recursos y mercados. Este afán de dominio y la creciente rivalidad entre naciones desembocaron en la Primera Guerra Mundial, un conflicto devastador que dejó millones de muertos y acabó con imperios como el Austrohúngaro y el Otomano. En el caso del Imperio Ruso, la guerra aceleró una crisis interna que desembocó en la Revolución Rusa de 1917. Esto provocó la transformación del Imperio Ruso en la Unión Soviética, un nuevo Estado Socialista fundado en 1922. Tras la guerra, Europa intentó reconstruirse, pero la inestabilidad económica y política dio lugar al ascenso de regímenes totalitarios como el nazismo en Alemania, el fascismo en Italia o el nacionalcatolicismo en España cuyo líder Francisco Franco, llegó al poder tras una cruenta Guerra Civil.

En 1939, la invasión alemana a Polonia desató la Segunda Guerra Mundial, la guerra más sangrienta de la humanidad. Con el Holocausto, los bombardeos masivos y la participación de un montón de potencias mundiales, la guerra cambió el mapa geopolítico para siempre. En 1945, tras la derrota de Alemania y Japón, Europa quedó dividida entre dos grandes bloques: el bloque occidental, con economías de mercado y democracias, y el bloque oriental, bajo regímenes comunistas controlados por Moscú, dando inicio a la Guerra Fría. La tensión entre ambas partes se simbolizó en el Muro de Berlín. En 1949, se fundó la Organización del Tratado del Atlántico Norte , una alianza militar formada por países occidentales para defenderse de la amenaza soviética. Vamos, buscaba proteger a Europa de la expansión del comunismo. Pero sigamos, en 1989, las protestas populares y la crisis del sistema soviético llevaron a la caída del muro de Berlín y, en 1991, a la disolución de la URSS. Con el fin de la Guerra Fría, Europa entró en una nueva era de cooperación. Tras décadas de conflictos, los países europeos buscaron formas de garantizar la paz y la estabilidad en el continente. Así, en 1957 se firmó el Tratado de Roma, que dio origen a la Comunidad Económica Europea que terminaría en 1993 con la creación de la Unión Europea.

La situación en la UE no ha sido fácil. En los últimos años ha aumentado el euroescepticismo. Tanto, que en 2016, el Reino Unido votó a favor de abandonar la UE, un proceso conocido como el Brexit, que culminó en 2020 con la salida definitiva del país. Pero, ojo, que otros países siguen viendo en la Unión Europea una oportunidad de crecimiento y estabilidad. De hecho, varias naciones, especialmente en los Balcanes Occidentales, han expresado su deseo de unirse a la UE: Albania, Montenegro, Serbia…

Justo allí, en los Balcanes, en los años 90 se vivieron una serie de guerras que acabaron con la fragmentación de Yugoslavia. Más tarde, en 2008 llegó la gran crisis económica, en 2012 la crisis de deuda, en 2020 la crisis del COVID y en 2022 comenzó la guerra en Ucrania con la invasión rusa, lo que ha colocado a Europa en una nueva encrucijada geopolítica. Los países miembros han reaccionado de manera unificada, imponiendo sanciones a Rusia y brindando apoyo militar y económico a Ucrania. La crisis ha incrementado las tensiones sobre la seguridad energética y la defensa europea, lo que ha llevado a muchos a cuestionar la necesidad de una mayor autonomía frente a potencias extranjeras.

Pero el punto de inflexión para la Unión Europea ha venido de la mano de Trump y su llegada a la presidencia estadounidense en 2017. Las políticas más aislacionistas de la administración estadounidense han impulsado a la Unión Europea a buscar una mayor independencia, tanto en términos económicos como en cuestiones de seguridad. En este contexto, los países europeos están buscando fortalecer su unidad interna, reforzar su autonomía estratégica y diversificar sus fuentes de energía y recursos. La situación en Ucrania y la creciente rivalidad con Rusia también están forzando a la Unión Europea a redefinir su papel en el mundo, equilibrando la cooperación transatlántica con una mayor proyección global. Mientras Europa sigue buscando soluciones al cambio climático, intenta subirse al tren de la digitalización y también busca hacer frente a las tensiones sociales internas.

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