¿Alguna vez has oído hablar de las “operaciones de falsa bandera”? Para quien no lo sepa, este tipo de operaciones o ataques son diseñados por gobiernos o agencias de inteligencia con un objetivo específico. Un objetivo moralmente reprochable que consiste, nada más y nada menos, que en culpar a otra entidad de un acto que uno mismo ha cometido. Vamos, que una operación de falsa bandera es cuando uno tira la piedra, esconde la mano y, encima, dice que ha sido otro.

El nombre proviene de la práctica militar de izar banderas falsas para engañar al enemigo. Es algo que se ha hecho a lo largo de la historia desde hace muchísimo tiempo. Seguro que se os ha venido a la mente el mundo de la piratería, donde los piratas usaban banderas falsas para acercarse a sus objetivos y atraparlos como si fueran insectos en su tela de araña. Sin duda, estas operaciones se han utilizado más que nunca desde el gran desarrollo tecnológico de los siglos XIX y XX, lo que permitió a las potencias mundiales sumergirse en carreras de espionaje y contraespionaje.
Un poco de historia: del Imperio Persa al USS Maine
Antes que nada, vamos a hacer un poco de memoria. Aunque la expresión “falsa bandera” no es tan antigua, el concepto sí lo es. Muchos imperios y políticos usaron este tipo de estrategia para desacreditar a sus rivales. Un ejemplo clásico es el incendio de Roma en el año 64 d.C., cuando la capital sufrió enormes daños y el emperador Nerón decidió culpar a los cristianos. Durante siglos se ha dicho que fue el propio Nerón quien provocó el incendio, aunque esto no está comprobado históricamente. Y es que la gracia de las operaciones de falsa bandera es precisamente esa… engañar a la historia. Por eso, os iremos contando cuáles están comprobadas y cuáles no.
Parece que otro ejemplo, más antiguo aún que el de los romanos, fue el ascenso del mismísimo Darío I al trono persa en el siglo VI a.C. Según la historiografía, parece que el emperador decidió tirar de un invent de manual para hacerse con el poder: que un mago se había hecho pasar por el hermano del anterior rey y que esté, oculto en su disfraz, se las había gastado para usurpar el trono y mandar al otro hermano a paseo. Resulta que la realidad parece más sencilla. Darío se inventó todo para legitimar su propia usurpación. Todo un artista de la falsa bandera ¿no?.

Y seguro que todos los españoles (y quizás algún estadounidense) están pensando en el acorazado que explotó en 1898: el USS Maine. Su hundimiento, que provocó la muerte de 266 tripulantes, llevó a Estados Unidos a acusar a España, a pesar de que no existía evidencia de que el explosivo fuera colocado por los españoles. Se lanzó entonces una agresiva campaña de desprestigio, impulsada por figuras como el mismísimo Pulitzer (sí, el del premio de periodismo). Este evento desembocó en la guerra hispano-estadounidense y en la pérdida de Cuba por parte de España. ¿Fue una operación de falsa bandera? No está comprobado, pero la sospecha siempre ha estado ahí.

Con Estados Unidos pasa un poco como con el cuento de Pedro y el lobo: tienen tantas operaciones documentadas que cuando algo no está claro, cuesta darles el beneficio de la duda. Por ejemplo, está desclasificado que el Estado Mayor Conjunto planeó la Operación Northwoods, que contemplaba incluso atentados en suelo estadounidense para justificar una invasión de Cuba. También se planteó hacer estallar el consulado de EE. UU. en República Dominicana en 1961. Otro caso es el Incidente del Golfo de Tonkin, en 1964, donde el presidente Johnson afirmó falsamente que Vietnam del Norte había atacado un destructor estadounidense, lo cual sirvió de excusa para entrar de lleno en la Guerra de Vietnam. Aquí sí que hay pruebas claras de que la intención existía.
Guerras, manipulaciones y casos recientes
Pero no penséis que solo EE. UU. ha jugado a esto. En la Segunda Guerra Mundial, todos los bandos recurrieron a esta estrategia. Por ejemplo, en 1931, tropas japonesas provocaron una explosión en el sistema ferroviario para culpar a China y así justificar la invasión de Manchuria.
La Unión Soviética tampoco se quedó atrás. En 1939 bombardeó la localidad de Mainila, dentro de sus propias fronteras, para culpar a Finlandia y justificar la Guerra de Invierno. El propio Boris Yeltsin reconoció años después que se trató de una operación montada.

La Alemania nazi también fue experta en estas estrategias. Justo antes de invadir Polonia en 1939, tropas alemanas se infiltraron en una emisora de radio polaca para emitir un falso mensaje de rebelión contra Hitler. Además, asesinaron a prisioneros del campo de Dachau y los vistieron con uniformes polacos. Esta operación sirvió como excusa para iniciar la Segunda Guerra Mundial. También se sospecha, con bastante fundamento, que el incendio del Reichstag en 1933 fue obra de los nazis, aunque fue atribuido a comunistas para justificar la represión y declarar el estado de emergencia.
Israel también cuenta con un caso probado: la Operación Susannah, en 1954. Una célula israelí colocó bombas en edificios de Egipto donde residían diplomáticos británicos y estadounidenses. La idea era culpar a los árabes, pero una de las bombas explotó antes de tiempo y los responsables fueron descubiertos.
Uno de los casos más recientes ocurrió en Cachemira, zona conflictiva entre India y Pakistán. En 2020, se denunció que el ejército indio disparó contra un vehículo de la ONU. India lo negó y culpó a Pakistán por no garantizar la seguridad en la zona. Se acusaron mutuamente, pero está claro que, como mínimo, uno de los dos estaba mintiendo.
Durante la anexión de Crimea, también surgió el caso de los “hombrecillos verdes”: soldados sin identificación, vestidos con uniforme verde. Rusia negó que fueran suyos, pero luego se comprobó que sí pertenecían a su ejército. En ese conflicto, ambas partes se han acusado repetidamente de sabotajes encubiertos.

Vivimos en un mundo donde, paradójicamente, tenemos más medios que nunca para informarnos y también más herramientas para mentir, manipular y fabricar realidades falsas. La desinformación es una estrategia política eficaz en el tablero internacional. Por eso, cualquier estado democrático debería asumir la responsabilidad de no recurrir a estas tácticas moralmente cuestionables.
¿El problema? Todo indica que esto no va a parar. Porque el juego es el juego. Y quien deja de jugar, pierde.